El bienestar subjetivo es el fin último que todos compartimos: el convencimiento personal de que nuestra vida es deseable, satisfactoria y en general, buena. En psicología, este concepto es preferido por sobre “felicidad”, el cual tiene distintos significados dependiendo del contexto en que se aplique. Lo útil de pensar en la felicidad como bienestar subjetivo, es que — al ser subjetivo — cada uno puede evaluar su vida y sus experiencias de acuerdo con su propio criterio.

A pesar de que cada uno tiene la facultad para evaluar la satisfacción con su vida, hacerlo no es tarea sencilla. Cada vida se compone de una infinitud de experiencias en las que sentimos una gama diversa de emociones. ¿Cómo podríamos dar cuenta de esa complejidad con una sola respuesta? Es más, nuestra percepción del pasado va cambiando con el paso de los años, entonces ¿cómo podemos evaluar nuestro bienestar de forma coherente con las experiencias que vivimos?

La respuesta a esta pregunta es fundamental si consideramos que el objetivo de toda vida — y de hecho, de cualquier país — debería ser maximizar el bienestar subjetivo. No obstante, si el recuento que hacemos de ese bienestar no es coherente con nuestra experiencia, entonces estaríamos ante un dilema complejo: ¿vale la pena preocuparse de la evaluación subjetiva del bienestar si esta no es consistente con lo que cada persona vive? Cuando decimos “tengo una vida feliz”: ¿hemos vivido felizmente en realidad?

Los investigadores de la psicología del bienestar le han dado vueltas a esta pregunta hace al menos un par de décadas. Y como siempre que los humanos se lanzan a estudiar su propia naturaleza, las respuestas encontradas nos plantean interrogantes más desafiantes que el cuestionamiento inicial.

Esto es lo que sabemos hoy: al comparar el bienestar medido según las emociones que experimenta una persona en diferentes momentos, con el bienestar como evaluación general de la misma persona sobre su vida, obtenemos resultados diferentes. En otras palabras, lo que una persona opina sobre su vida puede no ser coherente con las emociones que esa misma persona vivió. Este hallazgo es paradójico y plantea un desafío complejo, por lo que comprenderlo es indispensable para hacernos cargo del bienestar a nivel personal y social.

Vivir versus recordar

Uno de los primeros investigadores en cuestionarse sobre esta dicotomía fue Daniel Kahneman, hoy premio Nóbel de economía — y autor de Thinking Fast & Slow, uno de mis libros favoritos [1]. Para explorar las posibles diferencias entre el bienestar instantáneo de una persona y la evaluación general sobre este, propuso estudiar el dolor reportado por un conjunto de pacientes que se sometían a una colonoscopía [2]. En esos años, este procedimiento se hacía con muy poca anestesia, por desgracia para los pacientes, pero por fortuna para la investigación.

Kahneman formuló dos métodos para medir el dolor de los participantes. El primero consistía en esperar a que la intervención terminara y pedirle a cada paciente que evaluara el dolor general que había sentido en una escala de 1 a 10. El segundo — mucho más novedoso — requería preguntar al paciente cada 60 segundos qué tanto dolor estaba sintiendo, en la misma escala, para luego calcular un “promedio ponderado” del dolor, considerando la duración completa.

En teoría, ambas mediciones deberían ser, al menos, parecidas. Por supuesto, en la práctica se encontró que eran sistemáticamente diferentes. Kahneman observó que la evaluación retrospectiva se desviaba con regularidad del dolor experimentado, de dos formas. La primera, era que esta evaluación parecía no depender de la duración de la intervención. La segunda, era que la evaluación retrospectiva del dolor estaba fuertemente condicionada por el máximo nivel de dolor experimentado y también por el malestar percibido en los últimos minutos del procedimiento.

Estos sesgos a la hora de evaluar el dolor general percibido producían algunos escenarios paradójicos. Por ejemplo, pacientes que enfrentaban una colonoscopía de corta duración, con dolor leve, interrumpido por algunos momentos de dolor extremo, reportaban después mucho mayor dolor que pacientes que sufrieron colonoscopías de larga duración con dolor moderado pero sin extremos. Esto ocurría incluso cuando el cálculo de dolor — según el nivel de dolor reportado por el paciente cada 60 segundos — indicaba que debería ser al revés.

Con estos fenómenos en mente, Kahneman maquinó otro experimento para revelar la inconsistencia entre lo que experimentamos y lo que recordamos posteriormente [3]. También con pacientes que tenían que recibir una colonoscopía, en esta segunda prueba los médicos añadían artificialmente unos minutos de malestar leve al final de la intervención. Y tal como lo había intuido, Kahneman descubrió que esto lograba disminuir el dolor general reportado posteriormente. En otras palabras, al agregar dolor, los pacientes recordaban la experiencia completa como menos dolorosa. Esto plantea una pregunta desconcertante para los médicos: ¿qué es lo correcto, minimizar el dolor que las personas sienten durante el tratamiento, o el que van a recordar después?

La tiranía del recuerdo

Los sesgos que Kahneman encontró en sus experimentos han sido ampliamente documentados en varios contextos. Otros esfuerzos interesantes en la misma línea fueron liderados por Ed Diener, otro investigador prominente de la psicología del bienestar , que también es conocido como el “Dr. Happiness”.

Diener encontró que los fenómenos que afectaban la evaluación del bienestar general también se repiten al evaluar la vida completa de otra persona [4]. Para demostrar esto, reclutó a un conjunto de participantes y les pidió que juzgaran diferentes narraciones breves sobre la vida de una persona desconocida, según su deseabilidad. Al modificar los escenarios presentados a los participantes, Diener observó los mismos fenómenos que Kahneman en el laboratorio: las personas ignoraban la duración de la vida evaluada (que podía ser 35 o 65 años) y ponderaban el final de la vida (los últimos 5 años) de forma desproporcionada. Nuevamente, esto produjo algunos resultados paradójicos. Por ejemplo: una vida muy agradable de 30 años que acababa abruptamente fue juzgada en general como más atractiva que una de vida 35 años en la cual los primeros 30 eran muy agradables (igual que en la anterior) y los últimos 5 eran levemente agradables.

En teoría, todos deberíamos preferir una vida 5 años más larga, aunque esos 5 años solo sean de un bienestar moderado. Pero en la práctica, los sesgos de nuestra mente a la hora de juzgar el bienestar general producen un resultado distinto. No es novedad que los humanos fallemos a la hora de juzgar y tomar decisiones. No obstante, lo que importa en este caso, es que estos sesgos definen el recuerdo que tendremos de una experiencia y por ende, afectarán todas las decisiones que tomaremos después basados en ese recuerdo. Como dice Kahneman: “no elegimos entre experiencias, sino entre memorias de experiencias”, y esas memorias no siempre representan correctamente la realidad que vivimos cuando la vivimos.

Según Kahneman, es como si dentro de cada uno hubiese dos personas: el yo que experimenta y el yo que recuerda. El yo que experimenta vive una serie continua de momentos, de los cuales la mayoría se pierde para siempre. El yo que recuerda se forma una historia en base a esas experiencias, la cual puede no interpretar adecuadamente lo que el yo que experimenta vivió.

Cuando tomamos decisiones, “pensamos en el futuro no como experiencias, sino que como recuerdos anticipados” [5]. Por esta razón, el yo que recuerda es el que tiene la última palabra. Esto es lo que Kahneman acuñó como la tiranía del recuerdo: a pesar de que el yo que experimenta y el yo que recuerda opinen distinto, el que recuerda es el que toma la decisión final.

El mismo Ed Diener hizo un experimento que deja clarísimo que el recuerdo gobierna cuando tomamos una decisión. En este, Diener pidió a sus estudiantes durante sus vacaciones evaluaran diariamente su satisfacción general. Cuando volvieron, les pidió que hicieran una evaluación retrospectiva de su satisfacción con las vacaciones y además que indicaran qué tanto les gustaría repetir esas mismas vacaciones en el futuro. Al analizar los datos, Diener encontró que la intención de repetir la experiencia estaba completamente determinada por la evaluación retrospectiva, incluso cuando esta no representaba las experiencias descritas en los reportes diarios de los participantes. Esté bien o mal, la memoria manda cuando escogemos lo que vamos a hacer.

Esto propone una serie de preguntas interesantes a la hora de escoger nuestras próximas vacaciones (o cualquier otra cosa). Por ejemplo: si al final de nuestras vacaciones se borraran todos nuestros recuerdos y memorias de ellas ¿escogeríamos el mismo panorama? Y en general, ¿qué tan distintas serían nuestras vidas si le diéramos más importancia a la experiencias que a los recuerdos? ¿qué cosas dejaríamos de hacer si no pudiéramos registrarlas con fotos y videos?

¿Puede el dinero comprar la felicidad? Depende de cuál

Varios años han pasado ya desde estos primeros experimentos y los investigadores han llegado a un consenso: es necesario hablar de dos tipos diferentes de bienestar subjetivo. El primero es el bienestar emocional, que se refiere a las características emocionales de la experiencia diaria de una persona, o en simple, a la frecuencia e intensidad con que experimentamos emociones como alegría, estrés, tristeza, enojo o afecto. El segundo tipo es la evaluación de la vida, es decir, los pensamientos que cada uno tiene cuando piensa sobre su vida en general. El bienestar emocional es el que concierne al yo que experimenta, mientras que la evaluación de la vida es el terreno del yo que recuerda. Como hemos visto, diferentes experiencias y situaciones tienen un impacto distinto en cada tipo de bienestar.

Una de las interrogantes más comunes al respecto, es qué impacto tiene el dinero en nuestra felicidad y bienestar subjetivo. Con el objetivo de ayudar a resolver este dilema, en 2009 se hizo una encuesta monumental en la que se recopilaron más de 450 mil respuestas para comparar el bienestar emocional de las personas y su evaluación general de la vida. Por supuesto, Kahneman se lanzó a analizar los resultados y en 2010 nos dio la respuesta: la evaluación de la vida depende directamente de nuestro nivel de ingresos, mientras que el bienestar emocional solo mejora con más ingresos hasta un punto fijo [6]. Puesto en simple: el dinero no compra la felicidad ni el bienestar emocional, pero sí compra satisfacción.

Conclusión

Es difícil hablar de bienestar y felicidad porque son conceptos tan complejos como la misma existencia humana. La investigación psicológica nos propone un primer acercamiento para enfrentar esta temática con algo de claridad: existen al menos dos tipos de bienestar subjetivo diferentes, y — por la forma en la que funciona nuestra mente — aquello que favorece a uno no necesariamente favorece al otro. Esta dualidad plantea escenarios paradójicos: algo que nos genera experiencias felices no siempre nos genera mayor satisfacción general con nuestra vida, o viceversa.

Cada uno debe reflexionar sobre qué tipo de bienestar es más importante en cada contexto. No obstante, es innegable que debería preocuparnos cómo las diferentes cosas a las que apuntamos en nuestra vida afectan los diferentes tipos de bienestar. Por ejemplo, si estás pensando en pedir un ascenso, ¿es para que mejore la forma en que evalúas tu vida en general o para que mejore la calidad de las emociones que experimentas diariamente? Podría ser que un ascenso te haga sentir más satisfecho, pero al mismo tiempo te provoque mayores niveles de estrés diario. Decidir en este tipo de situaciones no es fácil, pero tener la distinción clara entre experiencia y satisfacción es indispensable para tomar una buena decisión.

Notas

[1] Este artículo está basado en los capítulos 35, 36 y 37 de este libro. Cualquier cosa buena del artículo es en verdad una virtud del libro. Cualquier error o enredo es culpa mía. También hablo de este libro en este otro artículo.

[2] Redelmeier, D. A., & Kahneman, D. (1996). Patients' memories of painful medical treatments: Real-time and retrospective evaluations of two minimally invasive procedures. Pain, 66(1), 3-8.

[3] Redelmeier, D. A., Katz, J., & Kahneman, D. (2003). Memories of colonoscopy: a randomized trial. Pain, 104(1-2), 187-194.

[4] Diener, E., Wirtz, D., & Oishi, S. (2001). End effects of rated life quality: The James Dean effect. Psychological science, 12(2), 124-128.

[5] Esta la dice Kahneman en su charla TED: The riddle of experience vs. memory.

[6] Wirtz, D., Kruger, J., Scollon, C. N., & Diener, E. (2003). What to do on spring break? The role of predicted, on-line, and remembered experience in future choice. Psychological Science, 14(5), 520-524.

[7] Kahneman, D., & Deaton, A. (2010). High income improves evaluation of life but not emotional well-being. Proceedings of the national academy of sciences, 107(38), 16489-16493. Un dato: el punto fijo a partir del cual el ingreso no aportaba mayor bienestar emocional era de 75 mil dólares al año. Corregidos por inflación (la encuesta fue en el 2009) serían unos 90 mil dólares anuales hoy (2020), algo así como 70 millones de pesos chilenos. O sea, unos $600.000 al mes.

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